Ayer, en estricto apego a mi costumbre de terminar en lugares en los que parecía improbable que estuviera, escuché a gente dialogar -hay que decirlo: profesionalmente- sobre soledad y desolación. Lo hacían tan bien que hasta parecía que habían renunciado a la idea de redención o a buscar alivio en otra cosa que no fuera la inmersión absoluta en la representación de lo humano y su apreciación estética.
Acudieron a mí todas las ideas y revolturas de estómago que siempre me han producido las cosas hermosas y, convenientemente, lo hicieron con la distancia suficiente como para que fuera una experiencia incomunicable.
La frase: "Art attaches us all to humanity" me asaltó, surgió de un recuerdo, de una cita en algún sitio. Mi memoria decía que quien lo pronunció no presentaba al arte como una forma de redención secularizada, exponía un acontecimiento verificable en lugar de describir las virtudes de una poderosa herramienta que creaba un vínculo que nos salvaba de una vez y para siempre de la caída; lo hermoso, lo cotidiano, su contemplación, su expresión, valía por su habilidad para comunicar, sencillamente, que existía otro ser humano insondable.
Durante la tarde de ayer, por un momento, todo lo que importaba en el mundo estaba ahí, fuera de mí, pero jamás había sido tan mío.